1RUSTY, 19 DE MARZO DE 2007,
DIECIOCHO MESES ANTES
Desde el banco de nogal situado unos tres metros por encima del estrado de los abogados, golpeo la mesa con el mazo y cito el último caso de la mañana para la vista oral.
—El Estado contra John Harnason —digo—. Un cuarto de hora paracada parte.
La majestuosa sala del Tribunal de Apelación, con sus columnas granates que se elevan dos pisos de altura, hasta un techo decorado con oropeles rococó, está prácticamente vacía de espectadores, a excepción de Molly Singh, la periodista judicial del Tribune, y de varios jóvenes ayudantes del fiscal, atraídos por la dificultad del caso y por el hecho de que su jefe, Tommy Molto, el fiscal jefe en funciones, ha hecho una inusual aparición aquí para litigar en nombre del Estado. Molto, un veterano de aspecto envejecido, está sentado con dos de sus ayudantes a una de las lustrosas mesas de nogal situadas frente al juez. Al otro lado, el acusado, John Harnason, que ha sido declarado culpable del envenenamiento mortal de su compañero de piso y amante, se dispone a oír cómo se decide su destino mientras su abogado, Mel Tooley, avanza hacia el estrado. Junto a la pared de enfrente se encuentran varios pasantes, y entre ellos Anna Vostic, la más veterana de los míos, que dejará el trabajo el viernes. Cuando se lo indique con la cabeza, Anna encenderá las diferentes lucecitas situadas sobre el estrado de los abogados, verde, amarilla y roja, que indican lo mismo que los semáforos.
—Con la venia de su señoría —dice Mel, utilizando el tradicionalsaludo de los abogados a los jueces.
Con un sobrepeso de al menos treinta kilos, Mel sigue insistiendo en llevar unos audaces trajes de raya diplomática, tan ajustados como la piel de una salchicha —suficiente para inspirar vértigo—, y la misma asquerosa peluca que le hace parecer un caniche desollado. Empieza con una sonrisa empalagosa, como si él y yo y los dos jueces, Marvina Hamlin y George Mason, que me flanquean en el tribunal de tres magistrados que decidirá la apelación, fuéramos los mejores amigos del mundo. A mí, Mel nunca me ha caído bien: es una víbora más venenosa de lo habitual en el nido de serpientes que es el cuerpo de abogados penalistas.
—En primer lugar —dice Mel—, no puedo empezar sin desearle al presidente del tribunal, el juez Sabich, un feliz cumpleaños en esta señalada fecha.
Hoy cumplo sesenta, una ocasión que he abordado con tristeza. Indudablemente, Mel ha sacado esta información de la columna de sociedad de la página dos del Tribune de hoy, una crónica de la actualidad diaria llena de insinuaciones y filtraciones, que siempre concluye felicitando el cumpleaños a las celebridades y los notables del lugar, entre los que esta mañana me encontraba yo: «Rusty Sabich, presidente del Tribunal de Apelaciones del Distrito Tercero y candidato al Tribunal Supremo del Estado, 60». Verlo en negrita había sido como recibir un balazo.
—Esperaba que nadie hubiera reparado en ello, señor Tooley —digo.
Todos los presentes en la sala se echan a reír. Como descubrí hace tiempo, al ser juez, mis bromas, por estúpidas que sean, provocan sonoras carcajadas. Con un gesto, le indico a Tooley que proceda.
En pocas palabras, el trabajo de un tribunal de apelación consiste en asegurarse de que la persona que apela haya tenido un juicio justo. Nuestro registro de sumarios refleja la justicia al estilo americano, claramente dividida entre los ricos, que en general disputan casos civiles muy caros, y los pobres, que constituyen la mayor parte de los imputados por delitos y que se enfrentan a largas penas de prisión. Como el Tribunal Supremo del Estado revisa muy pocos casos, nueve de cada diez veces un tribunal de apelación es el que tiene la última palabra sobre un sumario.
La cuestión de hoy está bien definida: ¿presentó el Estado suficientes pruebas para justificar el veredicto de homicidio contra Harnason emitido por el jurado? Los tribunales de apelación rara vez revocan una sentencia sobre tal base; por regla general, la decisión del jurado es válida a menos que sea literalmente irracional. Pero este era un caso muy discutido. Ricardo Millan, compañero de piso y socio comercial de Harnason en una agencia de viajes, murió a los treinta y nueve años de una misteriosa enfermedad degenerativa que el forense tomó por una infección o un parásito intestinal no diagnosticado. Y las cosas podrían haber terminado ahí, de no ser por la obstinación de la madre de Ricardo, que vino varias veces desde Puerto Rico. Gastó todos sus ahorros en contratar a un detective privado y a un toxicólogo de la universidad que persuadieron a la policía para que exhumara el cuerpo de su hijo. En las muestras de pelo se encontraron niveles letales de arsénico.
El envenenamiento es el modo de matar de los que actúan con sigilo. Nada de navajas o pistolas. Nada de momentos nietszcheanos en los que uno se enfrenta con su víctima y siente la elemental excitación de imponer la propia voluntad. El envenenamiento conlleva más impostura que violencia. Y resulta fácil entender que lo que hundió a Harnason delante del jurado es, simplemente, que su aspecto encaja con el arquetipo. Me suena vagamente familiar, pero es probable que sea porque su foto ha salido en la prensa, porque si no, yo me acordaría de alguien tan deliberadamente extravagante. Viste un llamativo traje color cobre y en la mano con que garabatea notas furiosamente lleva las uñas tan largas que han empezado a curvársele como las de un emperador chino. Unos espesos e ingobernables rizos anaranjados cubren su cráneo y, de hecho, hay un exceso de pelo rojizo en toda su cabeza. Sus cejas, demasiado pobladas, le dan aspecto de castor y por encima de sus labios cuelga un bigote pelirrojo. Los tipos como él siempre me han desconcertado. ¿Quieren llamar la atención o, sencillamente, creen que los demás somos unos aburridos?
Dejando a un lado su aspecto, las pruebas materiales de que Harnason mató a Ricardo no son claras. Los vecinos informaron de un episodio reciente en el que un Harnason ebrio blandió un cuchillo de cocina en la calle, reprochándole a Ricardo que se viera con un hombre más joven. El ministerio fiscal también subrayó que Harnason interpuso recurso en el juzgado para impedir la exhumación del cuerpo de Ricardo, afirmando que la madre de Ricky era una chiflada que le haría pagar la factura del segundo entierro. Posiblemente, la única prueba material es que los detectives encontraron rastros microscópicos de insecticida para hormigas a base de óxido de arsénico en el cobertizo trasero de la casa que Harnason heredó de su madre. Ese producto había dejado de fabricarse hacía más de diez años, lo que llevó a la defensa a mantener que los infinitesimales gránulos no eran más que restos degradados de la época en que la madre vivía en la casa, mientras que el verdadero autor del crimen habría podido comprar una forma de óxido de arsénico más probadamente letal en varias tiendas de internet. A pesar de la fama del arsénico como veneno clásico, las muertes por esta causa son raras en la actualidad, y por eso, el arsénico no se busca en los análisis toxicológicos rutinarios que se hacen en las autopsias, así que, de entrada al forense se le pasó por alto la causa de la muerte.
Teniéndolo todo en cuenta, las pruebas a favor o en contra están tan igualadas que, como presidente del tribunal, concedo la libertad bajo fianza de Harnason hasta que se decida la apelación. Esto no ocurre a menudo después de que un acusado haya sido condenado, pero me parecía injusto que Harnason empezara a cumplir condena en la cárcel por un caso tan endeble antes de que decidiéramos el asunto.
Esta orden mía explica, a su vez, la aparición de Tommy Molto, que hoy actúa como fiscal. Molto es un habilidoso abogado de apelaciones, pero, como es el jefe de su oficina, en la actualidad tiene muy poco tiempo para dedicarse a ellas. Si lleva este caso es porque los fiscales consideran que la imposición de la fianza puede ser un indicador de que la condena por homicidio de Harnason podría ser revocada. La presencia de Molto pretende poner de relieve la decisión con que la fiscalía apoya sus pruebas. Concedo a Tommy su deseo, por así llamarlo. Y cuando sube al estrado lo interrogo a fondo.
—Señor Molto —digo—, corríjame si me equivoco, pero, por lo que leo en el informe, no hay nada que demuestre que el señor Harnason supiese que el arsénico no sería detectado por un análisis toxicológico rutinario y que, de ese modo, podría hacer pasar la muerte del señor Millan como debida a causas naturales. ¿No es verdad que no existe información pública sobre los análisis toxicológicos que se practican en las autopsias?
—No es un secreto de Estado, señoría, pero no, no es de dominio público.
—Y, sea secreto o no, no había ninguna prueba que indicara que Harnason lo sabía, ¿verdad?
—Correcto, señor presidente —dice Molto.
Una de las virtudes de Tommy en el estrado es su conducta impecablemente cortés y directa, pero no puede evitar que una sombra familiar de rencoroso disgusto nuble su rostro como reacción a mis preguntas. Él y yo tenemos una historia complicada. Molto era el ayudante del fiscal en un caso de hace veintiún años, un acontecimiento que todavía divide mi vida más claramente que la línea blanca de una carretera, cuando fui juzgado por el homicidio de otra ayudante de la fiscalía y, finalmente, declarado inocente.
—Y, de hecho, señor Molto, tampoco había pruebas claras sobre cómo pudo el señor Harnason envenenar al señor Millan, ¿no es cierto? ¿Acaso no testificaron algunos amigos del difunto que este se cocinaba todas sus comidas?
—Sí, pero el señor Harnason era quien habitualmente preparaba las bebidas.
–Sin embargo, el químico de la defensa dijo que el óxido de arsénico es tan amargo que su sabor no puede camuflarse con un martini o una copa de vino, ¿no es así? La fiscalía no refutó ese testimonio, ¿verdad?
–Sí, es verdad, señoría, ese punto no fue rebatido, pero los dos hombres comían casi siempre juntos. Eso le dio a Harnason muchas oportunidades de cometer el crimen por el que el jurado lo condenó.
Últimamente, en los ambientes judiciales se comenta lo mucho que ha cambiado Tommy, casado por primera vez ya maduro y ocupando un cargo que claramente anhelaba. Sin embargo, su reciente buena fortuna ha podido rescatarlo de su lugar de toda la vida entre los físicamente desafortunados. Tiene una cara casi de viejo, muy estropeada por el paso del tiempo. El poco pelo que le queda en la cabeza se le ha vuelto completamente blanco y debajo de los ojos tiene unas bolsas que parecen las del té una vez usadas. No obstante, es innegable que en los últimos tiempos se aprecia en él una leve mejoría. Ha perdido peso y se ha comprado trajes que ya no le dan el aspecto de haber dormido con ellos y a menudo su expresión es de paz e incluso de buen humor. Pero no es así en esta ocasión. Conmigo, no. A pesar de los años transcurridos, Tommy sigue considerándome un enemigo y, a juzgar por su expresión cuando regresa a su asiento, toma mis dudas en este caso como una confirmación adicional de ello.
En cuanto termina la vista, los otros dos jueces y yo trasladamos la sesión, sin nuestros pasantes, a una sala de reuniones adyacente a la del juicio, donde discutiremos los casos de la mañana y decidiremos su resultado, y redactaremos el dictamen de cada uno para el tribunal. Esta es una sala elegante, que en todo, incluida la gran araña de cristal, recuerda al comedor de un club de caballeros. En el centro hay una enorme mesa de estilo chippendale, rodeada de las suficientes sillas de cuero con respaldo alto para acomodar a los dieciocho jueces del tribunal en las raras ocasiones en que nos reunimos todos para decidir sobre algún caso.
—Me ratifico —interviene Marvina Hamlin, como si no tuviera sentido discutir, una vez llegamos al caso Harnason.
Marvina es la típica negra dura, con abundantes razones para ser así. Se crió en el gueto, tuvo un hijo a los dieciséis años y, a pesar de ello, continuó estudiando. Empezó como secretaria judicial y terminó como abogada; una abogada muy buena, debo decir. Llevó dos casos ante mi tribunal hace años, cuando yo era juez de primera instancia. Después de tratar con ella durante una década, sé que no cambiará de opinión. Desde que su madre, a muy temprana edad, le dijo que tenía que cuidar de sí misma, no ha oído a ningún otro ser humano decir nada digno de consideración.
—¿Quién más pudo hacerlo? —pregunta.
—¿A usted le trae el café su secretaria, Marvina? —le pregunto.
—Me lo voy a buscar yo misma, gracias —replica.
—Ya sabe a lo que me refiero. ¿Qué prueba hay de que no fuera alguien del trabajo?
—Los fiscales no tienen que perseguir conejos en todas las madrigueras —responde—. Y nosotros tampoco.
Tiene razón en lo que dice, pero, alentado por este intercambio, les digo a mis colegas que votaré que el veredicto sea revocado. Así pues, Marvina y yo nos volvemos hacia George Mason, que será quien, a efectos prácticos, decida el caso. George, que es un educado virginiano, todavía conserva tenues restos de su acento nativo y está bendecido con la ideal mata de pelo blanco que un director de reparto buscaría para un juez. George es mi mejor amigo en la judicatura y me sustituirá como presidente del tribunal si, como todo el mundo espera, gano las primarias y las elecciones generales del año próximo y asciendo al Tribunal Supremo del Estado.
—Creo que está dentro de los límites —dice.
—¡George! —protesto.
George Mason y yo llevamos treinta años lanzándonos el uno al cuello del otro como juristas, desde que apareció en calidad de abogado del Estado recién licenciado asignado al tribunal en el que yo era el fiscal principal. En el ámbito de la ley, como en todos los demás, la experiencia temprana es formativa, y George suele ponerse de parte del acusado más a menudo que yo. Pero hoy, no.
—Admito que, si se tratara de un juicio en primera instancia, lo habría declarado no culpable —dice—, pero estamos en una apelación y no me atrevo a sustituir el veredicto del jurado por el mío.
Este pequeño comentario va dirigido a mí. Nunca lo diré en voz alta, pero percibo que la aparición de Molto y la importancia que la fiscalía da al caso han inclinado lo suficiente el fiel de la balanza en mis dos colegas. Sea como sea, el resultado es que he perdido. Eso también forma parte del trabajo, aceptar las ambigüedades de la ley. Le pido a Marvina que redacte el dictamen para el tribunal. Todavía un poco acalorada, sale de la sala y George y yo nos quedamos solos.
—Un caso difícil —comenta.
Es un axioma de nuestra profesión —como el de que marido y mujer no se acuesten nunca enfadados—, que los jueces de un tribunal de apelación abandonen los desacuerdos que hayan tenido en la deliberación. Me encojo de hombros a modo de respuesta, pero nota que sigo disgustado.