1. Melcocha casera
—¿Qué te pasa, Amalia? ¿Qué es lo que te preocupa?
La abuela quitó del fuego la olla en la que había hervido la miel, para que se enfriara un poco. Luego se secó la frente con un pañuelo de papel y miró a su nieta. Por la pequeña ventana sobre el fregadero entraba la luz del atardecer. Los geranios, en varias macetas, añadían una nota de tenue color rosado.
—Estás muy callada, hijita. Dime lo que te preocupa—insistió su abuela—. Se ve que te pasa algo.
—No me pasa nada, abuelita, de verdad, estoy bien. . . .
Amalia trató de usar un tono convincente, pero la abuela continuó:
—¿Es porque Martha no ha venido contigo hoy? ¿Está bien?
Hacía tiempo que Amalia tenía la costumbre de ir a la casa de su abuelita los viernes por la tarde. Durante los dos últimos años, desde que empezaron el cuarto grado, su amiga Martha la acompañaba. A lo largo de la semana Amalia esperaba con ilusión ese momento. Pero hoy era diferente.
Se demoró antes de contestar:
—Ya no va a venir, abuelita. ¡Nunca más!
A pesar de sus esfuerzos, la voz se le quebró y algunas lágrimas se asomaron a sus ojos castaños.
—Pero ¿por qué, hijita? —preguntó su abuela con un tono cálido. La abrazó con cariño y esperó a que su nieta le explicara lo que sucedía.
Amalia sacudió la cabeza con un gesto frecuente en ella cuando estaba cansada. Y el pelo largo le barrió los hombros. Solo entonces respondió:
—Martha se va. Su familia se muda al oeste, a algún sitio en California. ¡Tan lejos de Chicago! Hoy se fue a la casa directamente desde la escuela para empacar. ¡No hay derecho!
—Tiene que ser muy difícil para ti.
Su abuelita había hablado con una voz llena de comprensión, y Amalia suspiró.
Se quedaron en silencio por un momento. La luz del sol, cada vez más tenue, se iba apagando, y la miel, que había hervido por tanto rato, iba enfriándose y convirtiéndose en una masa oscura cuyo aroma llenaba el aire de la cocina.
—¿Qué te parece si estiramos la melcocha? —preguntó la abuela mientras levantaba la vieja olla de bronce y la ponía sobre la mesa de la cocina. Luego echó la pegajosa melcocha en un tazón de porcelana gruesa con un borde amarillo brillante. Amalia había imaginado alguna vez que ese tazón era como un pequeño sol en la cocina. Pero hoy estaba demasiado disgustada y veía apenas una pesada vasija sin asas.
Se lavaron las manos cuidadosamente en el fregadero y se las secaron con un pañito de cocina. Cada paño tenía bordado en punto cruz un día de la semana con un color distinto. Y su abuela siempre elegía el del día correspondiente. En el que estaban usando podía leerse VIERNES en un profundo azul marino.
Con esos paños, la abuelita le había enseñado los días de la semana y el nombre de los colores en español. Con frecuencia Amalia se sorprendía al darse cuenta de todo lo que había aprendido de su abuela.
Cuando se hubieron secado las manos, se las untaron de mantequilla para impedir que la melcocha se les pegara en los dedos o les quemara la piel. Con una cuchara grande de madera, la abuela echó una porción para cada una de la melcocha que se enfriaba en el tazón.
A medida que la estiraban y la amasaban una y otra vez, la melcocha fue aclarándose y volviéndose más ligera. Entonces empezaron a hacer rollitos de color ámbar y los ponían en trozos de papel encerado. ¡Qué cambios podían producirse en los ingredientes al cocinarlos!
Amalia había ayudado a estirar la melcocha muchas veces, pero nunca dejaba de maravillarla cómo cambiaba de color con solo estirarla y amasarla y estirarla de nuevo. Iba de marrón oscuro a un tono rubio, como el color del pelo de Martha.
El recuerdo de Martha la hizo fruncir el ceño. Pero si su abuela lo notó, no hizo ningún comentario. En cambio, le dijo:
—Lávate bien las manos. Vamos a sentarnos un ratito mientras la melcocha se enfría.
Antes de lavarse las manos, Amalia se chupó los dedos. Nada era tan rico como «limpiarse» después de cocinar. La mantequilla mezclada con la melcocha formaba un caramelo que sabía tan bien como la masa que «se limpiaban» con Martha cuando horneaban galletitas en la casa de su amiga.
Una vez que se hubo lavado y secado las manos, Amalia fue con su abuelita a la sala. Se sentaron en un sofá de tapiz floreado que alegraba la habitación como si un trozo del jardín estuviera dentro de la casa. A la abuelita le encantaban los colores de la naturaleza, como podía verse en cada uno de los rincones de su hogar.
—Sé lo difícil que es aceptar que una persona querida se marche . . . Primero uno se enfada, luego se pone triste, y después parece tan imposible que uno desea negarlo. Pero cuando se hace evidente que es verdad, regresan la rabia y la tristeza, a veces más dolorosas todavía que antes. . . . Lo he vivido ya varias veces.
Amalia escuchó con atención, tratando de adivinar a quién se refería su abuela. ¿Estaba pensando en sus dos hijos, que vivían tan lejos?, ¿o en la hija, que siempre prometía venir a Chicago desde la ciudad de México a visitarla y nunca lo hacía?, ¿o se estaba refiriendo a su esposo, que había muerto cuando Amalia era tan pequeña que no se acordaba de él?
—Pero se encuentra el modo de mantenerlos cerca, Amalia.
Sonriendo, como si se le acabara de ocurrir algo, añadió:
—Ven, acompáñame.
Se levantó y le indicó que la siguiera al comedor.
Lo único que Amalia quería era acabar la conversación. Ya era terrible que Martha le hubiera dicho que le tenía una sorpresa, y luego resultara que la sorpresa era que estaba a punto de mudarse lejísimo. La ida de Martha parecía tan definitiva y permanente que Amalia odiaba siquiera imaginarlo. Y hablar de ello solo la hacía sentirse peor. ¡Cómo hubiera querido no tener que esperar a que su padre fuera a buscarla y poder irse a su casa! Quizá entonces podría llamar a Martha y oírla decir que todo había sido un gran error y que, en realidad, no se estaba mudando. Y todo desaparecería como se esfuman las pesadillas al despertar.