1Dios, supongo
Dios puede hacerse pequeño si no tenemos cuidado. Estoy seguro de que todos tenemos una imagen de Dios que es nuestra piedra angular y principio de control al cual acudimos cuando nos desviamos.
Esa imagen que tengo de Dios proviene de la forma en que mi amigo y director espiritual Bill Cain, sacerdote jesuita, interrumpió temporalmente su ministerio para cuidar a su padre, quien tenía un cáncer terminal. Se había transformado en un hombre frágil y Bill tenía que hacerle todo. Aunque su físico se había deteriorado considerablemente, conservó la lucidez y la agilidad mental. Cumpliendo un papel inverso común a los hijos adultos que cuidan a sus padres moribundos, Bill acostaba a su padre y le leía hasta que éste se quedaba dormido, exactamente como su padre lo hacía con él durante su infancia. Bill le leía fragmentos de alguna novela, y su padre permanecía allí, mirando a su hijo y sonriendo. Bill se sentía extenuado luego de cuidarlo durante todo el día y le decía a su padre: “Hagamos un trato: yo te leo, y tú te quedas dormido”. Su padre le pedía sus más sentidas disculpas y cerraba sus ojos con obediencia, pero esto no duraba mucho. Muy pronto, abría un ojo y le sonreía a su hijo. Bill se quejaba. Su padre le obedecía de nuevo, pero era incapaz de seguir resistiendo y abría el otro ojo para observar a su hijo. Esto se repetía una y otra vez, y después de la muerte de su padre, Bill supo que este ritual nocturno realmente era la historia de un padre que no quería dejar de mirar a su hijo. Dios tampoco quiere hacerlo. Anthony De Mello dice, “Contempla a Aquel que te observa, y sonríe”.
Dios pareciera estar demasiado ocupado intentando no apartar su mirada de nosotros como para poder levantar una ceja en señal de desaprobación. Lo que es cierto sobre Jesús es cierto para nosotros, y esta voz penetra en las nubes y llega hasta nosotros. “Tú eres mi hijo amado, a quien he elegido”, y no hay nada de “pequeño” en eso.
En 1990, el programa televisivo 60 Minutes visitó la Iglesia Dolores Mission. Uno de sus productores había leído un artículo publicado por el Los Angeles Times Magazine sobre mi trabajo con los miembros de pandillas en los proyectos de vivienda. Mike Wallace, que también había leído el artículo, quería hacer un reportaje y me aseguró que mostraría su faceta “bondadosa”. Eran los días en que solía decirse en broma que “sabes que tendrás un mal día cuando Mike Wallace y su equipo de filmación de 60 Minutos entre a tu oficina”.
Wallace llegó a la parroquia más pobre de Los Ángeles en la más larga de las limusinas blancas, y bajó de ella con una chaqueta gruesa y llena de bolsillos, supongo que en preparación para una misión periodística a la jungla.
A pesar de su total insensibilidad inicial, hacia el final de la visita, y en un momento que no fue grabado, Wallace me dijo: “¿Puedo confesarte algo? Vine esperando encontrar unos monstruos, pero no fue eso lo que encontré”.
Posteriormente, en un momento grabado, estamos sentados en un salón de clases lleno de miembros de pandillas, todos ellos estudiantes en la escuela Dolores Mission Alternative. Wallace señala y me dice: “No entregarás estos tipos a la policía, ¿verdad?”, lo cual me pareció un comentario muy tonto. Yo respondí algo así como, “No le di mis votos al Departamento de Policía de Los Ángeles”. Pero cuando Wallace se acerca a uno de los muchachos y le dice una y otra vez, “Él no te entregará, ¿verdad?”, y le pregunta “¿Por qué no? ¿Por qué crees que él no te entregará a la policía?” El chico lo mira, se encoge de hombros desconcertado, y dice: “Dios… supongo”.
Este es un capítulo sobre Dios, supongo. La verdad es que todo el libro lo es. Hay pocas cosas en mi vida que tengan sentido por fuera de Dios. Ciertamente, un lugar como Homeboy Industries es una locura y un mal negocio a menos que la misión de la empresa busque imitar al tipo de Dios en el que deberíamos creer. Al final, no me siento capaz de explicar por qué alguien acompañaría a las personas marginales si no fuera por alguna creencia arraigada en que la Razón de todos los Seres creyó que esta era una buena idea.
“Pillo” no es alguien que reciba consejos. Puede ser recalcitrante, estar a la defensiva y listo para pelear. Tiene poco menos de cuarenta años y es un sobreviviente. Conduce un camión lleno de chatarra, con lo cual logra alimentar a sus hijos y evitar el desalojo. Para su crédito, hace tiempo que dijo adiós para siempre a sus días de prisión y abuso. A veces me pide dinero, yo se lo doy si tengo y si ese día su actitud no me molesta demasiado. Pero no se le puede decir nada, salvo un día, en que me escuchó. Estaba hablando de algo, no puedo recordar qué, pero él estaba escuchando. Y cuando terminé de hablar, me dijo simplemente, “¿Sabes algo? Voy a seguir ese consejo y lo voy a dejar marinando aquí”, y señaló su corazón.
Tal vez todos deberíamos “marinarnos” en la intimidad de Dios. Creo que el Génesis lo dijo con acierto: “En el comienzo fue Dios”. Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, también habló sobre la labor de marinarnos en “Dios, que siempre es más grande”.
Loyola escribe, “Ten cuidado de siempre mantener primero a Dios ante tus ojos”. El secreto, por supuesto, del ministerio de Jesús, era que Dios estaba en el centro de él. Jesús decidió marinarse en el Dios que siempre es más grande que nuestra pequeña concepción, el Dios que “ama sin medida y sin queja”. Afirmarnos en esto, y mantener siempre a Dios frente a nuestros ojos es decidir estar intoxicados y marinados en la totalidad de Dios. Un monje trapista de Algeria, antes de ser martirizado, se refirió a esta plenitud: “Cuando llenas mi corazón, mis ojos se inundan”.
Willy se me acercó sigilosamente cuando yo estaba en el auto. Yo acababa de cerrar la oficina y me disponía a irme a casa a las ocho de la noche.
—¡No hagas eso, Willy! —le dije.
—Spensa; G —respondió—. Es mi culpa. Sólo que…, bueno, tengo que echarle algo a mi estómago. ¿Por qué no me regalas veinte dólares?
—Dog, hay que echarle algo a mi billetera —le digo. Un dog es alguien a quien puedes acudir, el dog-actor, la persona que te cubre la espalda—. De todos modos sube. Veamos si puedo sacar fondos del cajero automático.
Willy sube a bordo. Es todo un derroche de jactancia y de pose —un alma completamente buena— pero su presunción es inmensa, del tamaño de un león que quiere que sepas que acaba de tragarse a un hombre sin masticarlo. Es miembro de una pandilla, pero en el mejor de los casos es un miembro periférico, y prefiere contarte sus proezas que realmente estar en medio de alguna. Tiene alrededor de veinticinco años, y es encantador; el típico pandillero y ex convicto que puede sonsacarte dinero del cajero automático si se lo permites. Esa noche yo estaba cansado y quería irme a casa.
Es más fácil no resistirse. El cajero más cercano está en la Calle Cuarta con Soto. Le digo a Willy que permanezca en el auto, en caso de que tropecemos con alguno de sus rivales.
—Quédate aquí —le digo—. Ahora vengo.
No he recorrido diez pies cuando escucho un “Oye” sofocado.
Es Willy, y está queriendo decir “las llaves”. Está haciendo señas para que le de las llaves del motor.
—La radio —dice, llevándose la mano al oído.
—No, chale —Es mi turno de hacer mímica. Me llevo las manos a la boca y le digo con una vocalización exagerada—: Reza.
Willy suspira y pone los ojos en blanco. Pero es sumiso. Hace un gesto de orar con las manos y mira al cielo, con cara santucha. Sigo caminando, pero siento la necesidad de mirar a Willy tan sólo diez yardas después.
Me doy vuelta y lo veo en señal de oración, pareciendo ser medianamente consciente de que lo estoy mirando.
Regreso al auto con los veinte dólares en la mano. Algo ha pasado. Willy está calmado y reflexivo, y en el auto hay una atmósfera palpable de paz. Lo miro y le pregunto: —Rezaste, ¿verdad?
No me mira. Está inmóvil y calmado.
—Sí, lo hice.
Enciendo el auto.
—¿Y qué te dijo Dios? —le pregunto.
—Bueno, primero me dijo: “Cállate y escucha”.
—¿Y qué hiciste?
—Vamos, G —me dijo—. ¿Qué se supone que debía hacer? Me callé y escuché.
Me dirijo a casa de Willy. Nunca lo había visto así; está callado y con una actitud humilde, y no necesita convencerme de nada.
—Bueno, hijo, dime algo —le digo—, ¿cómo ves a Dios?
—¿A Dios? —dice—. Ese es mi dog, que está allá.
—¿Y cómo te ve Dios?
Willy tarda en responder. Me doy vuelta y lo veo apoyar su cabeza contra el espaldar del asiento, y mirar el techo del auto. Una lágrima resbala por su mejilla. Su corazón está lleno, y sus ojos inundados.
—Dios… cree que yo… estoy… firme.
Para los cuates, firme significa que “no se puede ser mejor”.
No sólo Dios cree que somos firmes, sino que se regocija en que nos marinemos en eso.
El poeta Kabir dice, “¿Qué es Dios?” Y luego responde a su propia pregunta, “Dios es el aliento dentro del aliento”.
Willy encontró su camino dentro del aliento y era firme.
Comprendí esto sobre mi vida un poco tarde, con la ayuda de la pedagogía llena de gracia que tienen las personas de Dolores Mission. Fui criado y educado para dar mi aprobación a ciertas proposiciones, como por ejemplo, que Dios es amor. Aceptas que “Dios nos ama”, y sin embargo, hay un sentido latente de que tal vez no eres completamente parte de ese “nosotros”. Los brazos de Dios se estiran para abrazarnos, y de algún modo tú sientes que estás más allá de sus dedos.
No tienes otra opción que pensar “Dios me ama”, y sin embargo, pasas gran parte de tu vida sin poder abandonar la sensación de que Dios te está abrazando con reticencia y a regañadientes. Supongo, si insistes, que Dios también tiene que amarte. ¿Quién puede entonces explicar este próximo instante, cuando la plenitud total se apodera de ti, y cuando conoces plenamente a Aquel en quien “te mueves, vives y tienes tu ser”, como dice San Pablo? Entonces ves que Dios se ha alegrado en amarte plenamente desde el principio. Y esto es completamente nuevo.
Cada vez que uno de los jesuitas en Dolores Mission celebra un cumpleaños, se repite el mismo ritual.
—Ya sabes —me dice uno de ellos—, tu cumpleaños es el miércoles y te están preparando una “fiesta sorpresa” para el sábado.
Mis objeciones son tan predecibles como las festividades.
—¿No podríamos dejar de celebrarlo este año? —objeto.
—Mira —me dice uno de mis hermanos—, la fiesta no es para ti, sino para la gente.
Y soy conducido entonces al salón de la parroquia para una falsa reunión, y puedo escuchar a la gente susurrar entre sí: “El Padre ya viene”. Cruzo la puerta, las luces se encienden, la gente grita y los mariachis comienzan a cantar. Tengo la misma expresión de sorpresa incómoda del año anterior. Ellos saben que uno sabe, pero no les importa. Simplemente te aman, y amarte es su alegría.
El poeta Rumi dice, “Encuentra el mundo real, regálalo interminablemente, enriquécete dándole oro a todo aquel que te lo pida. Vive en el corazón vacío de la paradoja. Bailaré contigo allí, mejilla con mejilla”.
Bailar cumbias con las mujeres de Dolores Mission es algo que está a tono con el gran deseo de Dios de bailar mejilla a mejilla con cada uno de nosotros.
Meister Eckhart afirma, “Dios es más grande que Dios”. La esperanza es que nuestro sentido de Dios se vuelva tan expansivo como es nuestro Dios. Cada pequeña concepción desaparece a medida que descubrimos más y más a ese Dios cada vez más grande.
En Camp Paige, un centro de detención del condado cerca de Glendora, estaba conociendo a Rigo, un convicto de quince años que iba a hacer su primera comunión. Los voluntarios católicos le habían regalado una camisa blanca y una corbata negra, aún faltaban unos quince minutos antes de que los otros jóvenes prisioneros asistieran a la misa en el gimnasio. Yo le estaba haciendo unas preguntas básicas a Rigo sobre su familia y su vida. Le pregunté por su padre.
—Ah —dijo—. Es un adicto a la heroína y realmente nunca ha estado en mi vida. Siempre me golpeaba. De hecho, actualmente está en prisión. Escasamente ha vivido con nosotros.
Y entonces hay algo que lo sacude, una imagen que le llama la atención.
—Creo que fue durante el cuarto grado —dice—. Llegué a casa. Me enviaron de la escuela a mediodía porque tuve un pedo. No recuerdo qué sucedió exactamente. Cuando llegué, mi jefito estaba allá y me dijo, “¿Por qué te enviaron a casa?”, y como siempre me pegaba, le respondí, “¿Prometes que no me pegarás si te lo digo?”. Él me respondió, “Soy tu padre. Por supuesto que no te voy a golpear”. Entonces le conté. —Rigo se detuvo. Comenzó a llorar, y poco después se quejó, balanceándose de un lado a otro. Lo abracé, pero estaba inconsolable. Cuando por fin logró hablar un poco, simplemente dijo—: Me golpeó con un tubo… con un… tubo.
Cuando recobró la compostura, le pregunté:
—¿Y tu mamá?
Señaló en la distancia, y vi a una mujer pequeña a la entrada del gimnasio.
—Es ella, la que está allá —hizo una pausa—. No hay nadie como ella —de nuevo, una imagen parece surgir en su mente y un pensamiento acude a él.
—Llevo más de un año y medio encerrado. Viene a verme todos los domingos. ¿Sabes cuántos autobuses toma para venir a verme?
Comienza a llorar repentinamente con la misma intensidad de antes, y de nuevo, tarda un tiempo en recobrar el aliento y en poder hablar, y jadea entre lágrimas cuando lo hace.
—Siete autobuses. Ella toma… siete… autobuses. Imagínate.
Cómo imaginar entonces el corazón expansivo de este Dios —más grande que Él— que toma siete autobuses sólo para llegar a nosotros. A veces nos conformamos con poco menos que con la intimidad con Dios, cuando todo lo que Él anhela es ésta solidaridad con nosotros. Cuando se habla de grandes amigos en español, se dice que son “uña y mugre”. Nuestra imagen de lo que es Dios y de lo que está en su mente es más pequeña que problemática. Tropieza más con nuestro débil sentido de Dios que con declaraciones conflictivas con respecto al credo, o con consideraciones teológicas.
El deseo que hay en el corazón de Dios es infinitamente mayor que lo que puede conjurar nuestra imaginación. Este anhelo de Dios de darnos paz, seguridad y un sentido del bienestar sólo espera nuestra disposición para cooperar con su magnanimidad infinita.
“Contempla a aquel que te contempla y sonríe”. Es precisamente porque tenemos un sentido tan fuerte de la desaprobación en nuestro interior, que tendemos a crear a Dios según nuestra propia imagen. Es realmente difícil para nosotros comprender que la desaprobación no parece ser parte del ADN de Dios. Dios está demasiado ocupado amándonos como para tener tiempo de desilusionarse.
Un día recibí una llamada en mi oficina alrededor de las tres de la tarde. Era César, un cuate de veinticinco años, a quien he conocido durante casi toda su vida. Puedo recordar cuando lo conocí; era un niño pequeño de Pico Gardens, durante el terremoto de 1987, cuando los proyectos se convirtieron en una ciudad de carpas. Las personas seguían viviendo en ellas mucho tiempo después de haber pasado el peligro. César fue uno de los muchos niños que buscó consuelo en mí.
—¿Vamos a estar bien? ¿Es el fin del mundo?
Pasé cada noche durante esas dos semanas caminando por las carpas, y siempre asocio a César con ese periodo.
Me llama porque acaba de cumplir una condena de cuatro años en prisión. El terremoto era el menor de los problemas de César. Se había unido a la pandilla local, pues no había nadie que pudiera controlarlo. César había pasado más tiempo en prisión que afuera. Hablamos por teléfono, y me dice frases breves:
—Es bueno estar afuera; me gustaría verte —y luego dice—, sólo déjame llegar al grano.
No estaba seguro de haber comprendido lo que quería decir.
—¿Sabes? Acabo de salir de la pinta y realmente no tengo un lugar adónde ir. En estos momentos estoy en el apartamento de un amigo —aquí, en El Monte— lejos de los proyectos, del barrio y de los cuates. ¿Y sabes qué? No tengo ropa. Mi mujer me dejó y quemó toda mi ropa; creo que en señal de rabia conmigo.
Yo espero a que siga hablando.
—Así que no tengo ropa —dice—. ¿Puedes ayudarme?
—Por supuesto, hijo —le respondo—. Son las tres. Te recogeré a las seis, después del trabajo.
Me dirijo al apartamento a la hora señalada, y me sorprende ver a César esperándome en la acera, pues estoy acostumbrado a tener que buscarlos cuando me piden que vaya por ellos. Creo que puede decirse que César tiene un aspecto que da miedo. No sólo se debe a que sea grande, y especialmente, acabado de salir de prisión, “hinchado” tras levantar pesas; César destila amenaza. De modo que allí está, esperándome de pie. Cuando ve que soy yo, este enorme ex convicto comienza a saltar de arriba abajo y de un lado para el otro, aplaudiendo, contento de verme.
Sube como un bólido a mi auto y pasa sus brazos alrededor mío.
—Me puse muuuuyyyy feliz al verte.
Tenía una esencia que no había cambiado desde que era un niño y quería saber que el mundo estaba a salvo de los terremotos.
Vamos a JCPenney y le digo que puede comprarse doscientos dólares en ropa. Sus brazos no tardan en llenarse con prendas básicas, y ambos hacemos una larga fila para pagar todo eso. Todos los clientes miran a César. No sólo tiene un aspecto amenazante, sino que parece haber perdido el botón del volumen. La gente no puede evitar mirarlo, aunque parecen esforzarse demasiado en fingir que no están escuchando.
—Oye —dice, en lo que podría definirse como una voz endiabladamente alta—, ¿ves esa pareja que está allá?
No soy el único en darse vuelta y mirar. Todos los que están en la fila se dan vuelta y hacen lo mismo. César señala a una pareja joven con un hijo pequeño.
—Fui donde ese tipo, lo miré y le dije, “Oye, ¿no te conozco acaso? Y su ruca agarra al morrito, y lo sostiene. Menea su cabeza y dice, “NO, NO TE CONOCEMOS”, completamente paniqueada. Luego el vato me mira como si le fuera a dar un maldito paro cardiaco, y niega con la cabeza, “NO, NO TE CONOZCO”. Entonces lo miro más de cerca y digo, “Spensa, creí que eras otra persona”. Y entonces se relajan por completo cuando digo eso. —César toma aire—. Maldita sea, G… ¿realmente doy tanto miedo?
Asiento con la cabeza y digo: —Sí, bastante, dog.
Los clientes no pueden evitarlo, y todos nos reímos.
Dejo a César en el apartamento de su amigo. Se vuelve callado y vulnerable, temeroso como un niño desplazado por el terreno cambiante.
—Simplemente no quiero regresar. La neta, tengo miedo.
—Mira, hijo —le digo—, ¿quién tiene un corazón más grande que el tuyo? Dios está en el centro de ese corazón grande, viejo y maravilloso. Aférrate a él, dog, porque tú tienes aquello que el mundo desea. Así las cosas, ¿qué podría salir mal?
Nos despedimos y cuando lo veo alejarse solitario, siento que su bondad y dulzura me desarman como una especie de elixir que disipa mis dudas y me invita a no sentir temor.
El teléfono suena a las tres de la mañana. Es César. Dice lo mismo que todos los cuates cuando llaman a medianoche: —¿Te he despertado?
Y siempre pienso, No, ¿por qué? Precisamente estaba esperando a que me llamaras.
César está sobrio y le urge hablar conmigo.
—Tengo que preguntarte algo. ¿Sabes que siempre te he visto como a mi padre desde que era un niño pequeño? Pues bien, tengo que hacerte una pregunta.
Hace una pausa y la gravedad de todo hace que su voz tiemble y se derrumbe.
—¿He… sido tu… hijo?
—Claro que sí —le respondo.
—¡Jiú! —exclama César—. Eso creí.
Ahora su voz se sumerge en la cadencia de un llanto sofocado.
—Entonces… seré… tu hijo. Y tú… serás mi padre. Y nada nos separará, ¿verdad?
—Así es.
Al despuntar esa mañana, César no descubrió que era un padre; descubrió que es un hijo que vale la pena tener. La voz atravesó las nubes de su terror y el lío agobiante de su propia historia, y se sintió amado. Dios, maravillosamente confortado en él, es donde quiere que César viva.
Jesús dice en el Evangelio de Mateo, “Qué estrecha es la puerta que conduce a la vida”. Pienso que todos hemos creído de manera errónea que nos habla de una restricción y que el camino es estrecho, pero realmente quiere que veamos que la estrechez es el camino.
Santa Eduviges escribe, “Todo es estrecho para mí, me siento sumamente extensa”. Se trata de llegar a un lugar central. Nuestra opción es no enfocarnos en lo estrecho, sino en estrechar nuestro atención. La puerta que conduce a la vida está libre de toda restricción, y es una entrada a lo expansivo. Hay una vastedad en saber que eres un hijo o hija que vale la pena tener. Vemos nuestra plenitud en la visión expansiva que Dios tiene de nosotros, y nos marinamos en eso.
En marzo de 2004, Scrappy entra a nuestra oficina y —no me enorgullezco de reconocerlo—, el alma se me cae a los pies. Desde el ángulo que me ofrece la oficina, enmarcado por el vidrio, puedo ver a Scrappy hablar con Marcos, el recepcionista, que también pertenece a la pandilla de Scrappy. Parece estar firmando para ir a mi oficina. No lo he visto en diez años, desde que fue enviado a prisión, y no sé si habrá puesto los pies en mi oficina antes de eso. Mi corazón cae en un registro bajo: digamos que Scrappy y yo nunca hemos estado en buenos términos. Lo conocí en el verano de 1984, cuando yo estaba recién ordenado en Dolores Mission. Él tenía quince años, y su oficial de libertad condicional lo había asignado a la iglesia para terminar sus horas de servicio comunitario. Tenía una mala actitud del tamaño de un Pontiac. “No tengo que hacer lo que me dices”.
Unos cinco años después, estoy frente a una iglesia abarrotada, oficiando las honras fúnebres de un amigo de Scrappy. “Si ustedes aman a Cuko y quieren honrar su memoria”, le digo a la congregación, “entonces deberán trabajar por la paz y amar a sus enemigos”. Scrappy se levanta de inmediato y sale al pasillo central. Todos lo miran y yo dejo de hablar. El eterno ceño fruncido que había conocido en aquel verano de 1984 se cierne sobre mí mientras camina hacia delante. Permanecemos frente a frente, me lanza una mirada intensa y llena de maldad, y se da vuelta para salir por la puerta lateral.
Tres años después estoy montando en bicicleta, como hacía con frecuencia en aquellos días, “patrullando” los proyectos de noche. Llego al barrio de Scrappy, pues hay una conmoción. Los cuates han formado un círculo y dos miembros de la cúpula van adelante. Me abro camino entre la muchedumbre y veo a Scrappy peleando con uno de sus cuates. Poco después descubro que era por una jaina. Detengo la pelea, y Scrappy se lleva la mano al bolsillo delantero de sus pantalones y saca un arma que agita demencialmente. La multitud parece más horrorizada que yo. Se escuchan jadeos y súplicas.
—Maldita sea, dog, guarda esa arma.
—No irrespetes a G.
Scrappy me apunta con el arma y lanza una risotada a medias: —Mierda, a ti también te destrozaría el trasero.
¿Comprenden el tipo de relación que teníamos?
Así que cuando lo veo entrar a mi oficina varios años después, tardo un momento, pero recupero mi corazón, del fondo del sótano, y Marcos me dice por el intercomunicador:
—Scrappy está aquí —y luego su voz se hace chillona y vacilante—, ¿quieres recibirlo? —Marcos sabía que yo dudaría un poco.
—Sí, hazlo pasar.
Scrappy no es grande, pero no hay un asomo de grasa en su contextura mediana. Tiene el cabello peinado hacia atrás y un bigote ralo. Me abraza porque sería extraño no hacerlo. Después de todo, nos conocemos desde hace veinte años.
Se sienta y no pierde el tiempo.
—Mira, simplemente seamos honestos el uno con el otro y hablemos como hombres. Sabes que nunca te he irrespetado.
Yo pienso lo contrario y quiero decírselo.
—¿Y qué tal cuando te saliste de misa durante el funeral de Héctor?… ¿O cuando me apuntaste con un cuete?
Scrappy parece auténticamente sorprendido por lo que acabo de decir, y ladea su cara y la sacude como un perro confundido.
—Sí, está bien…, pero además de eso —señala.
Entonces hacemos algo que nunca habíamos hecho en los veinte años que nos conocemos: nos reímos. Realmente lo hacemos, y tengo que apoyar la cabeza en mi escritorio. Seguimos así, y Scrappy apela a la esencia de su ser, más allá de la condición de chingón que tiene en su pandilla.
—He pasado los últimos veinte años tratando de consolidar una reputación… y ahora… me arrepiento… de tener una.
Y acto seguido comienza a llorar. Es un llanto de verdad. Se dobla, y eso parece aliviar su gran dolor. Deja de sollozar, intenta respirar, se seca las lágrimas y se pasa el puño de la camisa por la nariz. Finalmente hace contacto visual conmigo.
—¿Qué haré ahora? Sé vender drogas. Sé defenderme. Sé cómo golpear a los tontos en prisión. No sé cómo cambiarle el aceite a mi auto. Sé conducir, pero no se cómo estacionarme. Y no sé cómo lavar mi ropa salvo en el lavamanos de una celda.
Lo contrato ese día y comienza a trabajar al día siguiente en la cuadrilla de graffitis.
Como dicen las Escrituras, Scrappy descubrió “que estaba pisando Tierra Santa”. Encontró la puerta estrecha que conduce a la vida. La voz de Dios no era restrictiva. Scrappy se encontró en el centro de la inmensidad y en todo el corazón expansivo de Dios. El lugar sagrado que Dios le había mostrado durante toda su vida, no fue algo a lo que Scrappy llegó, sino que él lo descubrió.
Scrappy no golpeó la puerta para que Dios lo viera. No había necesidad de ella, pues él ya estaba adentro.
Dios parece ser un participante involuntario en nuestro intento por encasillarlo. En el instante en que pensamos que hemos llegado al sentido más expansivo de lo que Dios es, “Este Dios grande y desaforado”, como escribe el poeta Hafez, rompe con la claustrofobia de nuestra propia articulación, y las cosas se hacen grandes de nuevo. Richard Rohr escribe en Everything Belongs (Todo pertenece), que no se debe descartar ningún aspecto de nuestra humanidad. El amor rígido de Dios, que no puede expresarse con nuestras palabras, quiere aceptar todo lo que somos, y ve nuestra humanidad como el lugar privilegiado para encontrar este amor magnánimo. No debemos menospreciar ningún aspecto de nuestra naturaleza intrínseca o problemática. Aquí donde estamos, con todos nuestros errores e imperfecciones, es Tierra Santa. Es donde Dios ha elegido intimar con nosotros sólo de este modo. El momento de la verdad de Scrappy no consistió en reconocer que había sido decepcionante durante todos estos años, sino en comprender que Dios lo había contemplado y le había sonreído durante todo este tiempo, incapaz de mirar a otro lado. Realmente es cierto que no podemos juzgar un libro por su carátula, ni por su primer capítulo, incluso si tuviera “veinte años de largo”. Cuando la vastedad de Dios se cruce con la restricción de nuestra propia humanidad, las palabras no podrán contenerla. Lo mejor que podemos hacer es encontrar los momentos que rimen con este corazón expansivo de Dios.
Pasé un año en Cochabamba, Bolivia, poco después de haber sido ordenado sacerdote. Fue un tiempo lleno de gracia que me cambió para siempre. Mi español era muy pobre y tuve que desempeñarme en el ministerio y estudiar el idioma durante ese año. Podía celebrar la Eucaristía en español (después de un verano en Dolores Mission), pero durante algún tiempo fui esclavo del misal. Desde muy pronto comencé a trabajar para una comunidad llamada Temporal, que había estado mucho tiempo sin un sacerdote. Pocas semanas después de estar allá, llegó un grupo de trabajadores de la salud para pedirme que celebrara una misa en Tirani, una localidad quechua arriba de Cochabamba, cuyos pobladores indígenas cultivaban flores para el mercado. Era común ver campesinos recorrer el largo camino desde Tirani con un cargamento inmenso de flores atado a sus espaldas. Caminaban hacia la ciudad completamente agachados, como bestias de carga.
Los trabajadores de la salud me explican que los indios quechuas de Tirani llevan una década sin ver a un sacerdote, por lo cual me piden celebrar la misa en español, y uno de ellos traducirá al quechua (todos los habitantes hablan quechua, y sólo los hombres pueden defenderse en español). Los trabajadores me recogen al pie de una colina, un domingo a la una de la tarde. Subo al platón de un camión donde hay varias personas, y subimos la montaña. A medio camino decido ver qué tengo en mi mochila. He traído todo lo que necesito, salvo un misalete. No encuentro palabras. En ese momento de mi sacerdocio, yo no podía decir una misa en inglés, y pensar hacerlo en español era absurdo. Tengo una Biblia en español, así que paso rápidamente las páginas tratando de encontrar pasajes semejantes a las palabras de la consagración.
Intento localizar cualquier parte del Nuevo Testamento donde Jesús esté sentado en una mesa y comiendo. Pronto, mi cuerpo me introduce a las maravillas propias de los múltiples saltos del vehículo debido a los baches de la carretera, y eso que todavía no he llegado a Tirani. Estoy completamente sonrojado y acalorado.
Nos detenemos en una zona abierta y extensa, un cultivo sin sembrados, donde varios centenares de indios quechuas se han reunido alrededor de una mesa, nuestro altar. Yo avanzo, improvisando en la liturgia de la Palabra, ayudado por los trabajadores de la salud que lo leen todo en quechua. Los hombres rezan y es mi turno de hablar. Parezco la víctima de un grave accidente automovilístico: no puedo recordar nada.
Sólo sé que tengo una hoja con apuntes, con citas sobre las Escrituras; levanto el pan y el vino y me quedo sin saber qué decir. Sería difícil imaginar una misa peor que ésta.
Me siento agotado y humillado al terminar; camino sin rumbo, tratando de recuperarme de nuevo, cuando una trabajadora de la salud se acerca con una mujer quechua.
—No se ha confesado en diez años.
La deja conmigo, y la viejita me cuenta una década de pecados en quechua, con un ritmo casi cantado. Yo simplemente asiento como un menso esperando una pausa que me indique que ella ha terminado. La mujer tiene pulmones y no parece tener necesidad de tomar aire. Habla sin parar durante media hora. Finalmente se detiene, y logro comunicarle una penitencia y darle la absolución que me sé de memoria. Ella se va, y descubro que he sido abandonado: El campo donde celebramos la misa está vacío.
De manera inexplicable, el camión y los trabajadores de la salud se han ido. Estoy solo en la cima de esta montaña, varado, no sólo sin un medio de transporte, sino con una humillación abrumadora, pues estoy convencido de que no hay peor sacerdote que haya visitado este lugar o caminado por esta tierra.
Emprendo el largo camino de descenso por la montaña hacia el pueblo con la mochila a mis espaldas y mi espíritu desinflado. Pero antes de dejar atrás el campo de fútbol donde hemos improvisado nuestra catedral, un anciano campesino quechua avanza en mi dirección; parece haber salido de la nada. Se ve anciano, pero sospecho que su cuerpo ha sido curtido por el trabajo y las cargas de la vida indígena. Se acerca y veo que viste unos pantalones de algodón amarrados, y una camisa blanca de botones con el cuello completamente raído. Lleva una cuerda a manera de correa. Su saco está totalmente desgastado. Su sombrero de fieltro está endurecido por los años. Calza huaraches, y sus pies están llenos de barro. Tiene arrugas y surcos en todos los lugares donde un rostro humano los pueda tener. Es al menos un pie más bajo que yo, se acerca y me dice, “Tatai”.
Esta palabra quechua significa “Padrecito”, y está llena de cariño, afecto y una intimidad encantadora. Me mira con ojos penetrantes y cansados y dice, “Tatai, gracias por haber venido”.
Pienso decirle algo pero no se me ocurre nada. Lo cual está bien, porque antes de poder hablar, el anciano se mete las manos en los bolsillos de su saco y extrae puñados de pétalos de rosas de varios colores. Se ha puesto de puntillas y me hace un gesto para que incline mi cabeza, después de lo cual deja caer los pétalos en ella; yo me quedo sin palabras. Se lleva las manos a sus bolsillos de nuevo y saca dos puñados más. Hace esto una y otra vez, y la provisión de pétalos rojos, rosados y amarillos parece ser infinita. Simplemente permanezco allí y lo dejo hacer esto, mientras miro mis propios huaraches, ahora humedecidos con mis lágrimas y cubiertos con pétalos de rosas. Finalmente se marcha y me quedo allí, solo, únicamente con el fragante aroma de las rosas.
Nunca volví a ver a este anciano, aunque regresé muchas veces a Tirani.
Dios, supongo, es más expansivo que cualquier imagen que creamos que esté en armonía con Él. El Dios que tenemos es mucho más grande que el que creemos tener. Antes que nada, la verdad de Dios parece consistir en una alegría ajena a la decepción y a la desaprobación. Esta alegría no sabe de qué estamos hablando cuando nos enfocamos en la restricción de no medir. Esta alegría, la alegría de Dios, es como un grupo de mujeres reunidas en el salón de la parroquia durante tu día de cumpleaños, que sólo quieren danzar contigo mejilla con mejilla. “Primero lo primero”, como dice Daniel Berrigan. Dios, que es más grande que él, sólo tiene una cosa en su mente, y es arrojar pétalos de rosas sobre nuestras cabezas de manera interminable. Contempla a Aquel que no puede apartar sus ojos de ti.
Marinémonos en la vastedad de eso.
© 2010 Gregory Boyle